El dicho es viejo y se ocupa mucho en el campo: los buenos se van antes.
En el caso de Felipe Camiroaga, la frase se aplica al máximo. En este alud de infortunio informativo del fin de semana, la mayoría conoció otras facetas del animador. Desde el sábado, por ejemplo, circula en las redes sociales un mensaje suyo de apoyo a los estudiantes chilenos.
“La educación no debe ser un negocio para nadie y cambia este mundo de raíz”, dice. No era primera vez que exponía su opinión ante lo que le rodeaba. Camiroaga, como pocos rostros de la televisión chilena, no tenía miedo. Se mostraba como un ser pensante, que sentía las injusticias y avizoraba los flancos débiles de la sociedad. Una característica que lo diferenció de otros nombres de la pantalla chica como Don Francisco o Rafael Araneda.
Por eso, no dudó en respaldar a Eduardo Frei en las últimas elecciones presidenciales. Grabó, incluso, un video de apoyo al candidato. También llamó la atención cuando le exigió al ministro Rodrigo Hinzpeter que el gobierno se opusiera a la creación de la termoeléctrica en Punta Choros.
Es más, cuando Sebastián Piñera visitó el matinal en las semanas previas a la contienda, lo escuchó con respeto y le manifestó sus ideas. Sin excesos ni boludeces. Lo suyo fue una discusión con altura de miras y que perseguía un fin que, creo, la mayoría de los chilenos deseamos: vivir cada día en forma más digna y solidaria.
No quiero santificar a Camiroaga. No es necesario. En su posición en la televisión chilena, muchos se pueden marear. Porque, en rigor, lo tenía todo: una posición económica inmejorable, mujeres hermosas, buena pinta y el cariño del público.
Él lo sabía, pero no enloquecía con su privilegiado lugar en la vida. En otra entrevista que vi este fin de semana, el conductor contaba que, a sus 44 años, ya no tenía mayores ambiciones. “Hice los programas que me gustaron hacer, a otros le fue mal, pero siento que he hecho lo que he querido. No tengo más ambiciones”, afirmó.
En un mundo en que la codicia lleva a algunos a despedazar a los demás como si fueran pirañas -las colusiones de las farmacias o el abuso en La Polar son ejemplos locales-, Camiroaga daba luces de su comportamiento.
No había una actitud febril de poseer más y más ni tampoco el deseo irrefrenable de acaparar todo a su paso. El animador era un agradecido de la existencia.
Así, tuvo cientos de historias más. Ayudaba a organizaciones sociales, animaba eventos gratuitos.Siempre en forma anónima. Fuera de los estudios de televisión, le gustaba la privacidad y le fastidiaban los rumores de la farándula.
Esos destellos de genuina humanidad fueron los que la gente, su público, le agradeció durante más de veinte años en televisión. No lo veremos más y, de seguro, lo echaremos de menos. Era, por lejos, el animador más importante y las mañanas no serán las mismas sin él. Pero ya lo saben en el campo: los buenos siempre se van antes.
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