Flowers acaba de lanzar Flamingo y Healy, Wreckorder, dos discos muy parecidos pero diferentes a sus bandas que los encuentran, además, saliendo juntos de gira por Estados Unidos.
The Beatles –quienes todo lo inventaron, incluso separarse– inventaron también el disco sabático. Me explico: el disco sabático es aquel que algún miembro de una banda de éxito (por lo general el líder y compositor principal) se va a grabar lejos pero cerca para drenar tensiones, darse un capricho, sentirse único y mejor y, de paso, mandarles un mensajito apenas subliminal a sus compañeritos. Porque si la cosa va bien con el álbum a solas... Lo que sucede es que, por lo general, la cosa no funciona del todo bien y a volver vencido a la casita de los viejos amigos. A The Beatles, claro, la cosa se les fue de las manos y sus respectivas vacaciones –el Wonderwall de Harrison, el Sentimental Journey de Starr, el pendenciero McCartney de McCartney y los demasiados experimentos de Lennon junto a Ono– fueron las gotas que rebasaran la tasa y, de ahí, casi enseguida, cada uno a su casa.
Pero, más allá de sus riesgos (por algo U2 no los admite; nunca olvidar lo que le pasó a Genesis cuando Phil Collins se soltó el poco pelo), lo cierto es que la cosa tiene su gracia y los años nos han traído especímenes interesantes: el de Pete Townshend, el de Ray Davies (y no olvidar que Village Green Preservation Society era, en principio, un proyecto individual), el primero de David Gilmour y el primero de Keith Richards (ninguno de los de Mick Jagger), el acústico Nebraska o el doble/divorcista (esposa y banda) Tunnel of Love de Springsteen, y esa locura encantadora y absurda que fueron los cuatro de Kiss por separado.
Ahora –¿qué va a ser de ti lejos de casa?– es el turno de Brandon “The Killers” Flowers con Flamingo y de Fran “Travis” Healy con Wreckorder.
Viva Las Vegas
Hay varias cosas que me encantan de The Killers sin que esto signifique que me encanten. Me gusta que salgan de Las Vegas, por lo general el sitio al que se llega para dejar de ser, para vivir en animación suspendida, para agonizar con clase y dólares en el mundo del espectáculo. Me gusta, también, el modo en que han procesado la música y el sonido de los ‘80 (disfruto de su versión del “Romeo and Juliet” de Dire Straits; y no olvidar de que –en reciente visita-presentación a Barcelona–, Flowers tuvo el coraje y la gracia de cubrir “Bette Davis Eyes”) en pequeñas grandes canciones como “Mr. Brightside”, “Somebody Told Me”, “Read My Mind” y ese “Human” donde su cantante se pregunta –con trascendentalidad digna de Nietzsche– si somos humanos o bailarines. Y, sobre todo, me fascina que su capitán Brandon Flowers (¡qué nombre!) sea respetable padre de familia y mormón (“de tanto en tanto fumo y bebo”) y de tendencias operísticas kitsch.
Y todo esto vuelve a aparecer en el flamante Flamingo ya desde su portada con sufrido pecador en habitación de hotel decadente. Una oda a la patria chica y tentadora donde Flowers vuelve a desgarrarse advirtiéndonos de que la pezuña del diablo puede llegar calzando tacos altos pero que aquí vienen diez mil ángeles y todo eso. Los diez temas más los cuatro extras en la special edition de Flamingo –producido junto a Daniel Lanois y Stuart Price, desbordando de sintetizadores y de coros épicos– es uno de esos álbumes cubiertos de lentejuelas y neones cuyos encantos comienzan a aparecer lentamente, ¡pero una vez que aparecen! Placer culposo si alguna vez lo hubo, Flamingo incluye –como todo disco de The Killers– momentos de vergüenza ajena (“Was I Something I Said?”), exabruptos solemnes y demenciales (“On the Floor”) y una verdadera e indiscutible obra maestra. Se llama “Crossfire”, es el primer single, fue escogido por el hijo de Flowers (¡que se llama Ammon!), viene acompañado de un encantador video en el que Charlize Theron –fan confesa de The Killers– juega a ser una cruza de Nikita y de Alias y salva una y otra vez a un desvalido y frágil Flowers (el rock sex-symbol más alfeñique desde Dave “Depeche Mode” Gahan) de una banda de ninjas asesinos. Allí, en esa canción que ya es un clásico –o, por lo menos, una de las cinco mejores del 2010– Flowers comienza sonando como un gran Flowers pero, enseguida, florece como algo mucho más grande y mejor. Allí –y lo digo sin dudarlo ni arrepentirme– Flowers comienza sonando a Flowers pero acaba como poseído por el espíritu santo de un tal Roy Orbison. Y amén.
El hombre (in) visible
La banda escocesa Travis demostró cómo ser Simon & Garfunkel en los filos del milenio y su jefe, Fran Healy –tan in–, ha venido firmando canciones perfectas que tienen más de standards que de hit-singles. Es decir: lo suyo tiene más que ver con la edad dorada del songwriting que con el pop. Esto no quita que no haya sido Travis quien le abrió la puerta a Coldplay y todas esas bandas para chicos más o menos ricos con tristeza. Y atención: a mí me gusta mucho Travis (y detesto a Keane) pero creo que –aquí y ahora, en perspectiva– Travis son los de verdad, los que van a quedar en la historia por más que sus últimos dos excelentes discos no hayan causado gran efecto en las listas en las que alguna vez reinaron.
De ahí que sea difícil no percibir al bonito Wreckorder –sí, como todos los discos de Travis, más allá de su talento e inteligencia, es un disco bonito por encima de todo–, pueda ser percibido como un “a ver qué pasa”, como un mojarse los pies en la orilla para Healy. Y –es inevitable– Wreckorder suena a Travis pero, sorpresa, también no suena a Travis o suena a como sonará lo próximo de Travis si alguna vez llega. Wreckorder es más doméstico y artesanal y pequeño –ya desde su portada donde sonríe un Healy más de entrecasa, haciéndose cargo de casi todos los instrumentos, producido con la ayudita de Emery Dobyns– pero contiene canciones inmensas e inmediatamente encantadoras. Con esa mezcla de melancolía y buen humor que caracterizan el sonido Travis y que en “As It Comes” triunfa en una suerte de actualización lóbrega y sonámbula y muy kinky del beatlesco “When I’m Sixty-Four” nada más y nada menos que con un Paul McCartney que pasaba por ahí haciéndose cargo de la fúnebre línea de bajo. Un poco antes, la invitada que presta voz en la amorosamente descorazonadora “Sing Me To Sleep” es Neko Case. Y así, diez canciones después, llegamos al bonus-track “Sierra Leone” con silbido Morricone y un estribillo tan tonto como contagioso: “Vienna, Sienna, Sierra Leone” canta allí Healy dando saltitos a Travis de la habitación. Y una vez más, como con todo lo que ha hecho en banda o sin ella, la sensación de que pocas personas saben más, hoy por hoy y compás por compás, del fino arte de escribir canciones.
Y termino de escribir esto y, sorpresa, me entero de que, en las próximas semanas, Brandon Flowers y Fran Healy saldrán en tándem a las carreteras de EE.UU. para que Flamingo y Wreckorder suenen juntos. La agonía y el éxtasis, el barroco y el impresionista, el que enarca la ceja y el que sonríe, el falsete y el que silba, el conceptual y el sencillo, el tormentoso estival y el soleado de invierno. Dos súbitos solteros de farra.
Vaya a saber uno quién los cría, pero ellos se juntan.
Y cantan.
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